Llegó alrededor de las ocho de la mañana sintiendo el clima frió en
su rostro, eso aumenta el dolor muscular y él lo sabe, puede que haya más
clientes, mucho más siendo lunes, pues la gente suele hacer deporte los
domingos y es cuando más corren el riesgo de lastimarse, eso ayuda al negocio.
La prioridad durante la mañana será arreglar el consultorio, que está hecho un
caos, pues es un día especial ya que un grupo de jóvenes “deporteros” le
realizaran un reportaje en la tarde.
Suele atender a sus clientes en el patio de una casa
tradicional muy vieja pero cuidada, o también en el consultorio, que es un
pequeño cuarto con todos los implementos que necesita para realizar su oficio,
por suerte lo que hay que arreglar en el patio es poco, pero el trabajo que le
esperaba en el cuarto era mucho mayor, mover los juguetes de su hijo menor,
organizar sus herramientas, así como toda la mezcla de tarritos de colores con
diferentes cremas, limpiar el polvo por aquí y por allá, incluso una manito de
aromatizante. En pocas horas su espacio de trabajo se había transformado
literalmente de como una joven aquejada que venía a fregarse el pie, unos días
antes, lo había encontrado, antes de proponerle que le colaborara para un
reportaje, pues le intereso en sobremanera su popular oficio.
En lo que quedaba de la mañana se dedicó a atender
algunos clientes, un golpe en pleno partido de ecuavoley el domingo por la
desesperación de no perder la java, o un mal movimiento al cargar un costal en
el mercado, son algunas de las situaciones con las que se encontró antes de
finalizar el medio día y que en su larga trayectoria como sobador son comunes y
corrientes.
Almorzó con normalidad en el mercado de Chiriyacu, con
cuidado de no manchar su gala prepara especialmente para ese día y regreso
apresurado esperando que sus no particulares visitantes hayan llegado antes,
por lo contrario, se demoraron un poco más de la cuenta en llegar, así que pudo
trabajar con normalidad hasta las tres de la tarde.
Cuando llegaron los peculiares espectadores, su
jornada de trabajo se encontraba en su esplendor, un militar de bajo rango
llegó con sus compañeros, mientras le explicaba a Fausto el gran dolor que
sentía en su tobillo, ambos aceptaron con dificultad y nervios que aquella
cámara similar a un arma sensitiva se posicionara al frente suyo para capturar
fotograma a fotograma todo aquel proceso ancestral, que mezcla el conocimiento
popular con técnicas de fisioterapia, basadas en el tacto y los masajes.
Mientras el cadete se preparaba para recibir esas
caricias milagrosas de aquellas manos mágicas, Fausto trajo dos tarritos
pequeños, con una crema roja y otra blanca, papel higiénico y algunas vendas,
lo atendió en el patio sentándose al frente del pixelado en un pequeño
banquito. Comenzó por colocar la pierna del adolorido sobre una banca amarilla
bastantes desgastada, mientras con sus dedos sentía los músculos, hinchazón y
palpitaciones de aquel pie aquejado. Luego empezó a calentar el área afectada,
despacio y tomándose su tiempo, usando ambas manos en todo momento.
La danza de sus manos mágicas duro pocos minutos,
aunque la sincronía con las que se movían eran dignas de inspiración para el
mas sexual y retorcido pensamiento, le coloco el ungüento especial del tarro
rojo, mientras no paraba de masajear la planta del pie y al mismo tiempo
presionar sobre el tobillo, sus ojos no se apartaban se su delicada operación,
pero su sonrisa y tranquilidad aliviaban al cadete que en ciertos momentos
evitaba mostrar el dolor que sentía con aquel masaje.
Cuando termino de colocarle la crema, los movimientos
de sus manos se volvieron más brusco y complicados, parecía buscar acomodar
algo, la presión ejercida a través de sus dedos hizo que el adolorido se
retuerza intentando disimular su dolor, hasta que de repente el dolor desapareció,
Fausto levanto la mirada y vio como desaparecían las facciones de dolor físico
que su cliente presentaba segundos antes de ese último movimiento brusco, y
aunque seguía masajeando el tobillo, la reacción del afectado no era la misma.
Se limpió el exceso de crema con el
papel higiénico y empezó a vendar con paciencia la zona intervenida por su técnica
popular.
El soldado agradecido, se arregló la ropa y se puso la
bota, mientras Fausto se puso de pie y movía sus herramientas de regreso a su
lugar al interior del consultorio, un billetito de cinco dólares relució de las
arcas del agradecido cliente, quien llego cojeando. A los breves segundos que
se retiró el cliente, llego un nuevo adolorido, por servir mal durante un
partido de voley. El vecino, ya viejo conocido de Fausto, lo relajo un poco con
ciertos chiste y compañerismo, el impacto de ver las cámaras fue mucho menor en
él y transmitió eso a su querido sobador.
Cuando se desocupo, atendió a sus curiosos
espectadores a puerta cerrada en su consultorio, estos los invadieron de
preguntas sobre su oficio, su historia personal, de todo un poco. Fausto aún no
superaba el pánico escénico, pero se desenvolvía como podía. Aunque se mantuvo
reservado, sencillo y humilde, relató cómo su mayor dicha radica en la
confianza que la gente le tiene, la satisfacción de que sus manos puedan
aliviar las dolencias que la gente tiene, cuando la medicina tradicional no es
una opción por costos o acceso.
Al terminar el largo interrogatorio, al salir del
consultorio Fausto se encontró con una señora esperándolo, se había caído en el
mercado y estaba lastimada el tobillo, manos pulcras y a la obra.
(AC)
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